lunes, 11 de enero de 2010

Bienvenida



Ella salía de la boutique de pan, evidentemente contenta. Llevaba en los brazos una enorme rosca de reyes, a base de mantequilla pura y los más finos ingredientes de la bizcochería francesa. Era enorme la rosca, tanto como sus brazos se lo permitieron. Olía bien, bastante bien.

Él iba de paso. Sin plan ni malicia. Solo pasaba por el lugar. Fumaba ávidamente. Las manos en los bolsillos y las ilusiones en ninguna parte. Buscaba el sentido de su vida en el piso. Caminaba pesadamente con el entusiasmo del que va a ningún lado con la disponibilidad del tiempo eterno.

Sus caminos se cruzaron una fracción de minuto partida por la mitad. Apenas tuvo tiempo de verla a los ojos, ni a la cara. Apenas tuvo tiempo de saber que existía. Solo la rosca se manifestó sin prejuicios. Estaba a la altura de sus ojos a una distancia de sus brazos medianamente alargados.

No hubo esfuerzo mayor. Tomó la caja con la rosca de mantequilla pura y cortésmente le dijo a la mujer: Bienvenida, dijo. Solo eso. Bien-ve-ni-da. Con una naturalidad inusitada. No hubo un “esto es un asalto” o “caite con la rosca o te mato” nada, solo bienvenida y un gesto de sincera gratitud. De haber traído sombrero se lo hubiese quitado, se habría inclinado y besado la mano de la dama, pero no, no hubo beso, ni despedida. Bienvenida, dijo y siguió su camino con la rosca en sus manos. Caminaba sin prisa, como tal cosa. Caminaba viendo la rosca, oliéndola, disfrutando la única posesión que había tenido en los últimos meses.

Ella encogió los brazos y apretó sus puños contra su boca, como queriendo recogerse del frío. No dijo si y tampoco no. Solo pudo poner su cuerpo tenso y mirar al hombre que caminaba con su rosca en las manos rumbo hacía donde no sabía ni ella y menos él. Quiso gritar pero le pareció absurdo. ¿Por qué gritar? No hubo violencia. Ni siquiera se podía decir que había sido víctima de algo pues el hombre solo había tomado la rosca y exclamado con toda la calma del mundo: Bienvenida.

Su mente aún trataba de codificar y darle sentido a lo que había sucedido para disparar el siguiente suceso, no podía gritar, no, gritar era absurdo, perseguir al hombre, no, tampoco. ¿cómo perseguir a alguien que no está huyendo?, decirle de nada tampoco era propio pues el no había dicho gracias. Su mente estaba confundida tratando de categorizar el evento. Su cerebro trabajaba a marchas forzadas y era urgente hallar una situación que la descongelara. Comenzaba a preocuparse por el hombre que la miraba a unos pasos de ella. Era un testigo, pero testigo de nada, pues él no podía ayudar a quien no pedía ayuda. Le urgía encontrar una solución pronta.
Dio media vuelta y se formó nuevamente en la fila de las roscas, solo que en esta ocasión no lo hizo en las de mantequilla pura. Se apuró a tomar lugar en la larga fila de las roscas “frías”; si tenía suerte alcanzaría una horneada por la mañana y con menos suerte podría alcanzar una de la noche anterior. Mientras esperaba, las lágrimas resbalaron por su rostro. Los labios, sus labios, temblaron. Su nariz se tornó rojiza. Signos evidentes de la impotencia que le embargaba. La misma de siempre, la de los últimos meses, la misma que por fin había encontrado una salida.

Un hombre caminaba en una calle vacía. Un hombre con una caja en las manos. Dibujaba su rostro una mirada, casi, infantil. Sus ojos brillaban y su andar era pausado pero firme. Un hombre caminaba con alegría insólita. Un hombre triste, alegre. No avergonzado, ni con sentimiento de culpa. No temeroso. Alegre. Al fin, alegre por un día. Ayer triste y mañana también. Pero hoy alegre.

Cruzó una colonia de mala muerte y defendió su rosca con inigualable valentía y determinación. No el perro ni los mocetones pudieron arrancarle, ya no la rosca, una sola migaja. Nunca había sido tan feroz, tan osado. Con la rosca en las manos se sentía útil, protegido, aliviado. Tenía un propósito en la vida. Defender su rosca a como diera lugar. No habría consigna mayor ni momento de más gloria. Era su rosca o la vida.

Una mujer caminaba sin rosca en las manos. La dotación de roscas frías se había agotado apenas tres personas adelante. La gorda que se llevó una docena no le tuvo ni la más mínima conmiseración, no a la señora con el pequeño ávido de rosca, ni a la ancianita que se dolía de las varices, mucho menos a ella. Pero no le importó. Bendita fila que le sirvió de catarsis.

Nunca nadie había sido tan feliz por haber sido despojado de algo. No el hombre que ya no aguanta su esposa, ni el estudiante que termina la carrera que le impusieron sus padres, tampoco el que se dolía por la muela del día del juicio final. Ella daba gracias a quien fuera necesario por esa bendita oportunidad de liberar su espíritu de tanto agobio. La herida, que estaba supurando, se sintió liberada, de una vez por todas.

La cirugía había sido un éxito. El mal estaba erradicado. No más lágrimas, ni por amor y mucho menos por desamor. No más tristezas ajenas ni propias. No más sentimientos agolpados en un pecho tan incauto y frágil que con medianas dosis de sufrimiento cotidiano se llenaba al tope. Era frágil, si, lo era, desde el día que su madre la parió para que le hiciera compañía al hermano que sustituía al hijo muerto. Era una especie de hija emergente con la maldición de haber sido hembra.
Era vulnerable. Si. Desde el día que su padre le había dicho que debía ser “buenita” con él por que su mamá no podía cumplir con sus obligaciones de mujer y él tenía que descargarse en alguien y que mejor que en alguien de la familia, pero que no se lo dijera a nadie por que la gente no comprende esas cosas. Era vulnerable desde ese día y desde el día antes.

Era arrebato tras arrebato. Desde su derecho a vivir hasta sus posibilidades de negar su cuerpo para que nadie se aliviara en ella, adentro de ella. Pero por primera vez en su vida, un arrebato le había sido una bendición. Una alegría enorme. Un arrebato bendito. Un arrebato que nada tenía que ver con ella y sin embargo, le había servido para aliviarse a si misma. Si pudiera, compraría otra rosca, para que también le fuera arrebatada.

Un hombre caminaba por la vida. Con un propósito. Un verdadero propósito, no imaginario, ni falaz. Un propósito real. El hombre maquilaba, media, pensaba. Ahora había que planear. Un plan concreto. Ya no ideas que se disuelven con el vaivén de los árboles o por los gritos de la gente. Una verdadera misión que no sea perturbada ni por el clamor de un estómago insatisfecho.

Recordaba el día del no suicidio. ¿Qué había pasado? Lo tenía todo perfectamente planeado. El raticida primero, la soga al cuello, inmediatamente después. La carta, por supuesto y el día. Plan infalible, sin posibilidades de error. Era una operación milimétricamente ajustada, de manera que solo faltaba ejecutarla. No más sufrimientos, no más dolor, pero en el último momento había sucumbido. ¿Por qué

¡Claro!, faltaba lo más importante. ¡Un culpable!, ¿De que sirve un suicidio si no va a haber alguien que se sienta culpable por eso? El suicida hace un acto de verdadera generosidad para dar someter a alguien, de por vida, con el peso de una culpa infinita. Y además, dar a cambio muestras de arrepentimiento, de bondad: Tan buen persona que era, si en el fondo era un santo, qué mal me porté con él. No hay culpable no hay suicidio. Más claro ni el agua. Es por eso que en el último momento, en el momento final, no hubo final.

La culpa era lo que a ella le agobiaba. Culpable de nacer, culpable de vivir. La culpa de sentirse culpable. No metafóricamente hablando. Nada como una buena culpa para darle sentido a la existencia. Si hubieras nacido hombre tu padre no me pegaría, decía su mamá. Si no fueras tan fea por lo menos podrías ser puta, decía su papá. Si no fueras tan estúpida, no tendría por que golpearte tanto, decía su abuela. La culpa era la culpable de todos sus males. Pero hoy no se sentía culpable. No, no podía ser culpable. ¿Culpable de qué?.

El hombre corre. El corazón amenaza con estallar. El sudor emerge por cada poro de su cuerpo. Regresa el camino andado. Siente desfallecer. Un enorme dolor se apodera de su pecho, se agita, se convulsiona pero nada detiene su carrera. Regresa por cada paso andado, ahuyenta de nuevo a los mocetones, repele con energía a los perros. El tiempo apremia. Un auto roza sus piernas, casi le alcanza, pero esquiva la muerte, no por suerte ni por intervención divina, es menester cumplir con el plan. El plan ha regresado, ahora con un propósito más noble, un verdadero propósito. No importa cuánto tiempo le lleve, no le importa indagar en cada rincón de la cuadra, de la colonia, de la ciudad.

Tendrá que preguntar a cada persona que vea en la calle, hacer pesquisas, indagar, buscar, buscar. Ella debe ser encontrada, ella debe asumir la culpa, ella es el receptáculo de sus males, ella vivirá con el remordimiento de una muerte a sus espaldas. Ella dará sentido al suicidio. Al principio pensó en declararle su amor, pero habría sido tedioso tener que armar una nueva historia. Demasiado complicado.

Como en todo, la respuesta más sencilla era la adecuada. Y lo más sencillo era sentirse culpable por haber despojado a la mujer de su rosca. Tenga señora su rosca, mi vida ya nada vale y le informo que hoy mismo me quitaré la vida. Ella será la culpable. Ella, más nadie. Ella era su ángel, de la muerte, bendito. Era ella la respuesta a sus plegarías. No le daría derecho a replica: Lo que debe ser, debe ser y yo no merezco vivir, y ella, deberá vivir con el peso de la culpa.

Ella estaba sentada, en la banca, meditando sin meditar. Se levantó al ver al hombre ir a su encuentro. Estaba sorprendida pero también agradecida, por fin había resuelto, debía darle las gracias, era él su ángel de la vida, su bienhechor, la respuesta a sus plegarias.

Caminó a su encuentro. Él se detuvo. Le miró a los ojos. Bienvenida, le dijo.


FIN

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuanta sensibilidad en este blog, cuanto que reflexionar en este post, ojalá y alguien tuviera el detalle conmigo...........de decir "Bienvenida"

Anónimo dijo...


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